Entré, hacía frío allí dentro, apenas había luz, el tenue resplandor entraba por la ventana y rebotaba en la planicie de la vieja madera, sonó la puerta al cerrarse, sinónimo de que ella también había entrado, todo pasaba rápido, el reloj se movía a velocidad de vértigo, comenzó a subir la temperatura y nuestras prendas caían al suelo, tenía ganas, la gula no me reprimía. Sus brazos reposaron sobre mi espalda y mi pantalón vaquero cayó por completo al suelo, empezaba la música, aunque todavía sin una sinfonía clara, no nos dijimos nada, pero nos estábamos diciendo todo, se acabó la formalidad y llegó el momento de probarnos, la respiración y nuestra sonrisas empezaban a coger forma y el ambiente nos incitaba a hincar el diente al exquisito manjar.
Y sí, aquello fue atracón como nos temíamos, había roto su estricta dieta baja en calorías y estaba manchado de chocolate, despeinado y con la cara rojiza, sonreía, como quien acomete una misión y se vanagloria en lo más alto, ella estaba más cansada que yo, no me estoy marcando ningún farol, entonces me miró con el ceño fruncido como quien busca el consuelo, provocando en mi cierta debilidad, yo todavía con los labios llenos de azúcar, quise aproximarme a ella y disfrutar de otro momento de placer, relamí el plato, y aproveché esas últimas capas de vainilla que aún resistían a la agitación previa. La luz dejó de ser tenue para convertirse en oscuridad, el ruido ya no lo hacíamos nosotros si no los coches que por fuera pasaban, los perros que por allí ladraban y las golfas golondrinas que buscaban marchitarse en pleno mes de noviembre, el pitido de una sirena, y su sonrisa, que todavía sonaba allí dentro.
Los comensales se disponían a abandonar la sala, no hizo falta dejar propina, salvo una mirada de compasión y cariño, me puse la chaqueta, se la puse a ella también, eran los últimos minutos, ella se maquilló y se recogió el pelo, yo me miraba al espejo y corregía los bocados del cuello con suaves pases de mano, pensaba en la ingesta de chocolate, mientras silbaba, ella me abrazó y salimos de allí juntos, hacía mucho frío pero el menú bien había merecido la pena. A nadie le amarga un dulce que dice el refranero.
Llegamos al cruce, eran casi las nueve de la noche, la agarré de la cintura y ella tocó mi cara sin afeitar, la besé (todavía había azúcar) y así nos despedimos, ella encendió su cigarro, era americano creo y me dijo que le había encantado compartir mesa y mantel conmigo, así pues yo le pregunté si repetiría velada y ella contestó:
-No lo sé, primero he de digerir todo el chocolate ingerido hoy. Hablamos...
Un forma muy poética de resumir un polvo, jaja!
ResponderEliminarMuy buenoooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!
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